El dolor y la ira van de la mano


 Todas las historias que nos han contado, todos los afectos que nos han impuesto socialmente no se corresponden siempre con nuestras historias ni con lo que sentimos legítimamente.

No todas las familias tienen un buen comienzo, ni todos los hijos son amados, ni sostenidos con afecto.

A veces no hay amor, ni lugar, y la vida tiene que surgir del odio porque no hay otra cosa.

Simplemente una cruda realidad se impone y tienes que inventar algo con ella.

Y no es cuestión de serotonina, ni de desequilibrios bioquímicos, es cuestión de daños irreparables, de dolores profundos, de heridas abiertas, de abandonos.

No todos podemos amar a quienes nos trajeron al mundo, porque algunos fuimos arrojados al abismo del desamparo.

Pero te da miedo asomarte a los afectos a los que esos daños te llevan, te da miedo reconocer la ira o el odio dentro de tí.

Al principio porque se pone en juego tu supervivencia, pero más tarde te asusta la oscuridad que se desprende y luego cuando eres capaz de asumirla y de sentirla te reprimes porque vas contra el discurso social, no está bien visto.

Lo que ocurre entonces es que adormeces esa ira, no te permites sentirla y de este modo caes como víctima porque te destruye por dentro.

Te autocastigas, te engañas, te culpas, y se encamina con fuerza hacia el lugar equivocado, convirtiéndote en tu enemigo.

Te haces a tí el daño que has recibido, el daño que desearías hacerle al otro que te ha herido y que a veces te sigue hiriendo, a pesar de los años, a pesar de los daños.

A veces ni siquiera puedes enfadarte, ni sentir la ira, pero está.

Como esa sombra que he puesto en la foto de una historia de ficción, un obscurus, un ser que llena de destrucción todo a su paso y su ira incontrolada viene del dolor.

Pero es mucho peor cuando no puedes sacarla y te dañas a ti mismo porque no la reconoces.

En cambio permitirte sentirla es una liberación, aleja la oscuridad y trae calma a tu vida.

A veces te preguntas qué ocurriría si la sacas, se te vienen a la cabeza esas fantasías catastróficas, es la fuerza de ese odio infantil que se cree omnipotente.

Quizás sentirla pueda alejar tu indignidad, pueda hacer que te mires de una forma más bondadosa, pueda hacer que te reconstruyas desde un lugar más digno y más justo.

La ira o el odio son afectos profundamente humanos y legítimos cuando el maltrato ha hecho mella en tu existencia, no todo tiene que perdonarse, ese mito del perdón no puede ser universal porque cada experiencia humana es diferente y subjetiva.

El perdón tiene que ser para uno mismo, consentir esos afectos no políticamente correctos pero que tienen una causa y una historia.

Reconocer la ira no impide amar a otros que estén a la altura de tus afectos, reconocer la ira permite amarte y entenderte, protegerte, y sobre todo dejar de volcar los daños contra tí y romper esa cadena del mal.

Cada uno de nosotros somos sujetos con una historia y con unos afectos legítimos que nadie nos puede imponer. Cada uno de nosotros tiene que encontrar un lugar digno para su existencia donde la verdad subjetiva esté por encima del discurso social imperante que nos aplasta.





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